Algunas Bestias
Era el crepúsculo de la iguana.
Desde la arcoirisada crestería su lengua
como un dardo se hundía en la verdura,
el hormiguero monacal
pisaba con melodioso pie la selva,
el guanaco fino como el oxígeno
en las anchas alturas pardas iba calzando botas de oro,
mientras la llama abría cándidos ojos
en la delicadeza del mundo lleno de rocío.
Los monos trenzaban un hilo
interminablemente erótico en las riberas de la aurora,
derribando muros de polen
y espantando el vuelo violeta de las mariposas de Muzo.
Era la noche de los caimanes, la noche pura y pululante
de hocicos saliendo del légamo,
y de las ciénagas soñolientas un ruido opaco
de armaduras volvía al origen terrestre.
El jaguar tocaba las hojas con su ausencia fosforescente,
el puma corre en el ramaje como el fuego devorador
mientras arden en él los ojos alcohólicos de la selva.
Los tejones rascan los pies del río,
husmean el nido cuya delicia palpitante atacarán con dientes rojos.
Y en el fondo del agua magna, como el círculo de la tierra,
está la gigante anaconda cubierta de barros rituales,
devoradora y religiosa.